Cuando miraba cada mañana desde la ventana del Gran Palacio de Cristal, esto era lo que veía. El valle se me antojaba lejano y distante pero al mismo tiempo estaba casi segura de que si extendía la mano podría acariciar las copas de aquellos frondosos árboles. El río era rosa, sí, claro, porque en la Ciudad de Luz las nubes viajaban en gravedad invertida, lo que permitía al cielo y la tierra fundirse en un sutil aliento de dulzura. Y allí estaba yo, como cada mañana, contemplando aquel lejano horizonte que un día me había acercado a este mágico mundo. Todos los días me asomaba con la esperanza de que ése iba a ser el día en el que el sublime cisne blanco como la nieve, de esa forma única en que solo la nieve sabe “blanquidecer”, asomase su pequeño pico colorado entre las colinas que hacían sesear al pequeño riachuelo que abastecía el castillo. Pero nada, ese día nunca llegaba. Cada día me causaba una mayor agonía que hacía morir una a una las mariposas que en mi estomago habían anidado. Pero ni la más profunda desazón era capaz de ensombrecer la esperanza que me inculcaba la idea de que, el Cascanueces siempre, siempre, siempre, viviría. En cada rayo de luz reflejado en las hojas púrpuras del jardín imperial al amanecer, en el vuelo de cada ave que surcaba el cálido cielo de la Ciudad de Luz, en cada nota que resonaba en mi corazón al recordar su perfecta y cuidada talla. Puede que el cisne nunca más trajese al Cascanueces de vuelta, pero no me importaba porque, en lo más profundo de mi alma, nunca jamás había abandonado el ritmo de aquel acompasado vals que compartimos la mágica Navidad en la que nos conocimos.